Intocable para la Corte, prescindible para el Presidente

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Por Marcos Pérez Esquer

No daba crédito a lo que escuchaba cuando el ministro Alberto Pérez Dayán argumentó esta semana en el Pleno de la Corte que él no era quién para desprender hojas de la Constitución. Esto, en alusión a que no creía que la Suprema Corte tuviese atribuciones para decidir sobre la inaplicación de un precepto constitucional. El debate era -claro está-, sobre la prisión preventiva oficiosa.

Sorprende, porque como ministro sabe perfectamente que la teoría de los derechos humanos ha avanzado a grado tal que incluso la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado a México, en el caso Radilla Pacheco, a que los jueces (incluso los locales), tengan que ejercer control difuso de convencionalidad, es decir, que deban inaplicar disposiciones legales que consideren contrarias a los tratados internacionales sobre derechos humanos signados por México.

Si ya cualquier juez puede inaplicar preceptos legales que considere inconvencionales, ¿por qué no podría la Suprema Corte inaplicar uno de nivel constitucional, que también viole derechos humanos? Para entenderlo, basta revisar la excelente argumentación que en este sentido hizo el exministro José Ramón Cossío, cuando se discutió la contradicción de tesis 293/2011 en la que se pronunció claramente en este sentido. Y, de hecho -como me hace ver mi amigo experto municipalista Rubén Fernández-, la Corte ya lo ha hecho antes; tal fue el caso del precepto previsto por el artículo 21 que incluye una sanción consistente en trabajo en favor de la comunidad, la cual ya fue declarada inconvencional.

Vamos, el punto es que la Constitución debe ser interpretada de manera conforme, en el contexto del bloque de constitucionalidad que incluye los derechos humanos consignados en tratados, y en la jurisprudencia respectiva, tanto de la Suprema Corte, como de la Corte Interamericana; y ello no significa deshojarla, sino interpretarla armónicamente bajo el principio pro persona, como lo mandata la propia Carta Magna en su primer artículo.

Pero, por otro lado, quien sí pretende deshojarla cual margarita campestre, es el presidente de la República y su mayoría en el Congreso, que han aprobado un paquete de reformas legales que contradicen tajantemente la Constitución. Esto sí que es, ya no digo deshojarla, sino violarla, pisotearla, mancillarla.

Así que por un lado tenemos a un ministro con atribuciones para interpretar la Constitución que no se atreve a hacerlo, y por otro lado a un presidente de México que no tiene atribuciones para ponerse por encima de la Constitución, pero que lo hace con la mano en la cintura. Es el mundo al revés.

Obviamente, la reforma a que me refiero es la que entrega el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional al Ejército. Insisto, esto sí que es inconstitucional por donde se le vea. El artículo 21 señala que “Las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil […]. La Federación contará con una institución policial de carácter civil denominada Guardia Nacional […]. La ley determinará la estructura orgánica y de dirección de la Guardia Nacional, que estará adscrita a la secretaría del ramo de seguridad pública […]”.

Al entregar el control de la Guardia a la Sedena, se elimina su carácter civil, y se transgrede también el mandato de adscribirla a la secretaría de seguridad pública. Pero más allá de eso, la autoridad civil abdica de su responsabilidad de garantizar la seguridad de la población. En cualquier país con cierta normalidad democrática, es la autoridad civil la que se encarga de esto; el Ejército está para otra cosa.

La pregunta es inevitable, ¿para qué quiere el presidente entregar la seguridad pública a la milicia, si de hecho ya cuenta con un permiso para que esta participe en esas labores por un período de cinco años, de manera extraordinaria, regulada, complementaria, subordinada y fiscalizada? Esto es, si en realidad quisiera echar mano del Ejército para enfrentar a la delincuencia organizada, ya podría hacerlo sin mayor problema. El problema es justamente ese, que no lo hace.

Se trata -creo-, de una manzana envenenada para las fuerzas armadas, ya que, por un lado, el Ejecutivo se desentiende del problema gravísimo de la violencia echándole la papa caliente a los militares, y por otro lado, les ordena una política de abrazos y no balazos, es decir, les asigna la tarea, pero les instruye no acometerla.

En fin, contrastes de nuestros días; mientras que en la Corte no la quieren tocar ni con el pétalo de una firme interpretación, en la presidencia, la Constitución es totalmente prescindible.

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