BIG BROTHER

Marcos Pérez Esquer

Claudia Sheinbaum ha presentado al Congreso de la Unión una iniciativa de reformas a las leyes de desaparición forzada y de población, argumentando que su objetivo es combatir una de las crisis más lacerantes de México: la de las más de 123 mil personas desaparecidas, acumuladas desde 1952.

Pero bajo el discurso de eficacia y tecnología para la búsqueda, la iniciativa oculta una intención mucho más preocupante: avanzar hacia un Estado de vigilancia masiva que pone en riesgo los derechos fundamentales de toda la población.

La gravedad del problema no está en duda. Solo en los primeros seis meses del actual sexenio, se han registrado más de mil desapariciones mensuales, una cifra incluso mayor a la que se registró durante el gobierno de López Obrador.

A pesar de contar desde 2017 con una ley especializada y desde 2022 con el Centro Nacional de Identificación Humana, el Estado mexicano ha mostrado una incapacidad sistemática para enfrentar esta crisis.

Hoy, ese fracaso se convierte en argumento para introducir una arquitectura legal que recuerda más a la ficción distópica de Orwell que a un Estado de derecho.

Entre los elementos más preocupantes de la iniciativa está la obligación que impone a empresas privadas de compartir información personal con la autoridad sin necesidad de orden judicial.

Sectores como las telecomunicaciones, la banca, la salud o el transporte podrán ser requeridos a compartir datos sensibles con el gobierno.

A esto se suma la creación de una Plataforma Única de Identidad que concentrará datos biométricos, y se complementará con bases de datos sobre historiales financieros, de salud, registros religiosos y mucho más.

El pretexto es la eficiencia en la búsqueda, pero el riesgo es evidente: un aparato estatal con acceso ilimitado a la vida privada de las personas.

La nueva CURP con fotografía y huellas digitales será un documento obligatorio, convirtiéndose de facto en un mecanismo de vigilancia.

Aunque se dice que la inclusión de datos biométricos será voluntaria, el hecho de que este documento sea requerido universalmente y de manera obloigatoria por cualquier particular que presente un servicio, anula cualquier posibilidad de consentimiento real.

El aspecto más inquietante es la posibilidad de que el Centro Nacional de Inteligencia acceda sin restricción a esta información.

En un país donde las filtraciones de datos y el espionaje gubernamental a periodistas y activistas son una realidad documentada, la concentración de estos datos en una sola plataforma es una amenaza latente a la libertad y la seguridad individual.

El uso de tecnologías como drones, satélites y sistemas de videovigilancia podría parecer una medida sensata frente a la urgencia de localizar a personas desaparecidas.

Sin embargo, sin controles judiciales claros, estas herramientas se convierten fácilmente en mecanismos de monitoreo indiscriminado.

Además, se plantea permitir cateos sin orden judicial, lo que abre la puerta a allanamientos arbitrarios con la justificación de una investigación de desaparición.

Para acabarla de amolar, la iniciativa también podría facilitar la manipulación de cifras. Se introduce la clasificación de “registros con datos insuficientes” en el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, lo que permitiría al gobierno diluir el tamaño real de la crisis.

Esto cobra especial relevancia ante el reciente desencuentro entre la presidenta Sheinbaum y el titular del Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU, quien ha denunciado que en México apenas entre un 2% y un 6% de los casos terminan en procesos judiciales, y que hay apenas 36 condenas por desaparición en todo el país.

Lejos de asumir la gravedad del problema, la presidenta ha optado por descalificar las observaciones del Comité, reforzando la narrativa de que todo es parte de un complot internacional o una mala interpretación.

El Senado extremó la posición y exigió a la ONU la destitución del titular del Comité, aseverando que mentía al señalar que en México hay desapariciones forzadas de forma generalizada y sistemática.

Según Sheinbaum y los senadores de la 4T, en México ya no hay desapariciones forzadas porque el gobierno no desaparece a nadie.

Lo cierto es que agentes del gobierno suelen participar en estos ilícitos, pero además, la definición de desaparición forzada contenida en la Convención Internacional de la que México forma parte, indica que basta la aquiescencia gubernamental -es decir, una actitud omisa, permisiva o incluso displicente- para que se actualice la figura, lo que ni duda cabe, sucede todos los días en nuestro país.

Pero el negacionismo institucional se vuelve doblemente peligroso cuando se combina con herramientas legales que amplifican el poder del Estado sobre la intimidad y la libertad de los ciudadanos.

No se trata de oponerse a una reforma necesaria para enfrentar una tragedia humanitaria.

Se trata de advertir que no podemos permitir que, en nombre de los desaparecidos, se justifique la instauración de un Estado vigilante, sin controles democráticos ni garantías judiciales.

México no puede combatir la impunidad sacrificando la libertad.

Es ruin aprovechar el dolor de las desapariciones, para imponer un Estado de vigilancia al más puro estilo del Big Brother orvelliano con propósitos más politiqueros que de seguridad.

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