La postura que ha asumido el presidente López Obrador ante los graves sucesos que están ocurriendo en Israel y la Franja de Gaza, revela dos aspectos muy preocupantes de su personalidad:
1. Su gran desconocimiento respecto de lo que son las responsabilidades más elementales de todo Estado nacional.
Desde Tomás Hobbes para acá, pasando por John Locke, Juan Jacobo Rousseau y Montesquieu, entre muchos más, se ha entendido que la primera y más importante función del Estado, lo que lo justifica como tal en última instancia, es su deber de proteger a la población frente a la violencia y los ataques a los que puede estar sujeta desde el exterior o desde el propio interior.
Todos los contractualistas han asumido que, para salir del estado de naturaleza en el que el ser humano se encontraba antes de la existencia del Estado -que para Hobbes era un estado de guerra, en el que primaba la ley del más fuerte, el caos y la violencia-, la sociedad arribó a un acuerdo, a un pacto social en el que cada individuo de la comunidad cede su derecho a hacer justicia por propia mano, y renuncia a cometer injusticias, a cambio de que sea el Estado el que le garantice que no las padezca. Después vendrían para el Estado moderno otras finalidades y obligaciones, pero la primera de ellas, la primigenia, la que justifica su existencia es esa.
Pues bien, el presidente ha demostrado una y otra vez su ignorancia al respecto. Desde el inicio de su gestión, y ante el grave problema de la violencia desatada por la delincuencia organizada, implementó la absurda política de los abrazos y no balazos. Esa política implica la renuncia del Estado a cumplir con su más importante misión, que es la de proteger a la población de las agresiones a la que pudiera estar expuesta. El presidente ignora que no le es lícito dejar de proteger a la población de agresiones ilegítimas. Actuar no es un asunto discrecional, es su obligación. Su postura implica la violación, el incumplimiento, la rescisión del contrato social.
2. Una suerte de distorsión cognitiva que le hace procesar la información de manera errónea, y distante de la realidad.
Este rasgo le lleva a pensar que los delincuentes no deben ser combatidos, que son pobladores iguales a sus víctimas, y que, como tales, no merecen ser enfrentados con la fuerza del Estado.
En este contexto, recientemente hizo nuevas declaraciones que a muchos nos dejaron pasmados. Cuando un grupo de pobladores de Altamirano, Chiapas, enardecidos en contra de miembros del Consejo Municipal, decidieron quemar 31 casas, convirtiéndose así en delincuentes y terroristas, el presidente decidió no enviar a la Guardia Nacional, cuya presencia demandaban las autoridades locales, porque -dijo- “no se trata de usar la fuerza en contra de unos para favorecer a otros”.
El presidente no racionaliza el hecho de que, independientemente del motivo de la disputa que haya dado origen a las agresiones, en el momento en el que la situación escala a ese grado de violencia, el Estado debe intervenir para perseguir a los violentos y recuperar el orden, la tranquilidad y la paz.
La manera en la que ha abordado el asunto de la guerra entre Israel y el grupo terrorista Hamás, también está viciada por esta especie de distorsión del pensamiento. En vez de condenar los ataques terroristas contra la población civil, que incluyó a niños y mujeres, el presidente declara de manera por demás timorata, que “somos pacifistas, no queremos que pierda la vida ningún ser humano de ninguna nacionalidad, sean de Israel, sean palestinos”.
La aparente neutralidad con la que disfraza su tibieza, pretende no molestar a sus huestes antisemitas, pero así, se coloca del lado del agresor, porque frente a una injusticia no cabe la neutralidad, ya lo decía Desmond Tutu, “si eres neutral en situaciones de injusticia, significa que has elegido el lado del opresor”, y no, el opresor no es Israel, Israel -al menos esta vez-, ha sido la víctima; y no, la contraparte no es Palestina, la contraparte es el grupo terrorista Hamás. Y la verdad es que no, con los terroristas no se negocia, se les enfrenta, como debería enfrentar también al crimen organizado.
Es muy curioso; en lo político, el presidente ve a la sociedad en términos de buenos y malos, por un lado, los malditos conservadores, y por otro, el pueblo bueno y sabio; pero cuando se trata de seguridad, cuando aparecen los terroristas y los criminales, su disonancia cognitiva todo lo cambia, y todos se vuelven buenos.